Con el conocido guía amateur y apasionado de los circuitos turísticos en moto , nos estacionamos en la Puerta del Ministerio de Hacienda para develar recuerdos de un intento de golpe. Luego para relajar, entramos en una botica que se quedó en el tiempo.
En la avenida porte d de Paseo Colón al 100 las paredes guardan recuerdos que muchos han querido olvidar. Las calles de Buenos Aires tienen huellas indelebles que, aún siendo imperceptibles, forman parte del paisaje. El 16 de junio de 1955, un sector de la Aviación Naval argentina ametralló y bombardeó la Plaza de Mayo y la Casa Rosada en lo que fue un feroz intento de golpe al Gobierno del general Juan Domingo Perón. Así lo relata un testimonio de ese día aciago: “Al llegar a la plaza uno de los últimos aviones pasó tirando su descarga. Nos metimos en el edificio del Ministerio de Economía para que no nos alcanzara. Las marcas de las balas quedaron por mucho tiempo, no sé si todavía están”.
Si, todavía están y esas marcas que gritan, esos pequeños huecos en el mármol, no son producto de la erosión del material ni del paso del tiempo, sino las secuelas de una página oscura de la historia argentina. Agujeros, orificios circulares de los impactos de las municiones que pueden verse aún en la fachada del Palacio de Hacienda, más precisamente en el costado sur de la Plaza de Mayo, sobre la avenida Paseo Colón.
Muchas de estas marcas de munición gruesa permanecieron en el semblante del edificio hasta comienzos de la década del 90, cuando el Gobierno de Carlos Menem hizo una restauración buscando reducir el impacto de la memoria. Sin embargo, las esquirlas de las metrallas -explica Ignacio Sáenz Valiente junto con una placa recordatoria siguen funcionando como caja de resonancia del hecho y de los muertos de aquel día.
Durante el bombardeo sobre Buenos Aires se calcula que llovieron unos 10 mil kilos de pólvora dejando el saldo de 308 muertos y alrededor de 700 heridos, en su enorme mayoría civiles que ese día circulaban por las inmediaciones de la plaza.
Lo peor es que semejante locura no fue un hecho aislado o inédito. Durante las Invasiones Inglesas (1806 y 1807) se registró el primer antecedente. Algo similar ocurrió en oportunidad del Combate de los Pozos, en 1811, y más tarde se repitió lo mismo en la autodenominada Revolución del Parque, una sublevación cívico-militar que tuvo su brote fascista el 26 de julio de 1890.
La noche del 16 de junio de 1955, a modo de revancha por el bombardeo sobre Plaza de Mayo, simpatizantes peronistas incendiaron las catedrales de San Francisco, Santo Domingo y otras zonas más prósperas de la ciudad. De todos modos, el bombardeo tuvo una relación directa con el golpe que se produciría tres meses más tarde cuando la Revolución Libertadora terminara derrocando al presidente Perón.
Una moto, una botica y un ángel
Llegamos con la moto a la calle Luis Sáenz Peña 543, ya en la zona de San Telmo. Esta botica llamada “del Ángel” es lo más parecido a un museo psicodélico que despliega uno de los legados artísticos más iconoclastas que tiene la ciudad. También pareciera ser un arcón de cosas perdidas, pero hoy es un polo de presentaciones de libros, homenajes y eventos culturales. Y, es el lugar donde siguen estando el collage escénico salpicado por obras de Castagnino, Soldi, Roux, Marta Minujín y otros, además de guardar textos manuscritos de Mujica Láinez, Borges, Pizarnik y Ernesto Sábato. Y por allá, el recuerdo de Carlos Gardel en un cheque y en lo bizarro de la decoración de la cocina. Y las decenas de afiches de películas; y las viejas glorias del cine nacional; y el café hecho con retazos de otros bares porteños.
El museo que almacena la memoria psicodélica de Eduardo Bergara Leumann es uno de los legados artísticos más iconoclastas y, en consecuencia, indescriptibles que tiene la ciudad. Se lo describe como una “acuarela laberíntica”.
En 1966, durante los años de la transnacionalización cultural y el Instituto Di Tella como faro de avanzada, el gordo Bergara Leumann inauguró La Botica del Ángel en su primera sede de Cerrito al 600. El excéntrico artista abría las puertas de su botica/hogar de par en par, como si fuera un Open 24 hs. Eran los tiempos de “happenings” en los que empezaba a escucharse más veces la palabra “performance” que “buenas tarde, mucho gusto”. Puestas en escena y espectáculos, muestras locas , inflamados debates culturales, artistas emergentes, clásicos y modernos, todos pasaban por la Botica hasta que la avenida 9 de Julio se amplió y el local mudó su vitalidad de actores, músicos, intelectuales y plásticos a una nueva sede que duró poco y cerró en 1973.
Pasaron muchos años hasta que se conoció la última y definitiva reedición de la Botica: en 1997, un viejo caserón de Congreso, ubicado en Luis Sáenz Peña 541, se convirtió en el nuevo templo. Bergara Leumann decoró sus paredes milímetro a milímetro. En la entrada se lee: “Aquí está todo lo que creíamos perdido”. Desde ahí pueden recorrerse los ambientes que mantienen bien alto las banderas y la idea de museo-casa-obra imaginada por su autor, quien tuvo una última ocurrencia: morirse justo el día de su cumpleaños número 76, en el año 2008. El arte suele tener esos exabruptos, esas coincidencias para con quienes vivieron artísticamente: la sorpresa. Quien fuera la bandera del arte como figura incómoda y disruptiva de una realidad encarceladora del espíritu , finalmente dejo este mundo con ese toque de sorpresa y de guiño cómplice con sus amigos, dejando en aquellos que lo conocieron las ganas de celebrar , siempre. En una barra muy coqueta de su casa-museo puede leerse al pie: “Todo se olvida con el champagne”. Las copas listas para el brindis se observan en la mesada de mármol de la botica, esperando a todo visitante que se llegue hasta allí con ganas de celebrar y brindar por la vida , por el arte y por los buenos momentos compartidos.