Es la esquina más poética del tango y del barrio de Pompeya que sobrevivió al barro, las inundaciones y ahora le toca desafiar el paso y el deterioro del tiempo.
Orillando el Riachuelo en dirección hasta el cruce de las calles Tabaré y Centenera, la moto se detiene en una esquina conocida como : “de los poetas” . Esto es quizás, como detenerse en el mismísimo corazón del tango porteño. Un busto de un Homero Manzi muy serio, destaca sobre la vereda . A su costado, en una gran chapa que podría servir para colgar anuncios publicitarios luce en letra caligrafiada el tango Manoblanca, del mismo Manzi y que le diera a la esquina su pasaje directo a la inmortalidad.
Aquí mismo, en este lugar se ha fundado un museo para rescatar la memoria artística y poética del barrio y con ello, dejar un legado a la ciudad. El fundador de esta iniciativa nació en la vivienda donde funciona el Museo Manoblanca, que es la misma esquina que pasó a la inmortalidad por el tango que la celebra y desgrana la promesa de una ilusión, que dice…”hoy me esperan sus ojos en la esquina de Centenera y Tabaré”.
Al ingresar, las fotografías que tapizan las paredes también ofrecen un relato de la historia del barrio: las farmacias, las calles, el Puente Alsina y los sucesivos cambios a lo largo del tiempo que fueron teniendo lugar , están firmes aquí a resguardo del olvido. En este lugar, vivió el fundador del Museo, Gregorio Plotnicki hasta el mismo día de su fallecimiento en julio del año 2020, a los ochenta y tantos. Cuentan los vecinos, que Gregorio se levantaba de madrugada, realizaba una metódica y cuidadosa limpieza del museo, recibía a los visitantes – desgrana Marcelo Hidalgo Sola- y hacía de guía del Museo. Toda esta montaña rusa de actividades eran parte de su rutina diaria y su gran pasión, desde el año 1983 cuando lo fundó.
Un Museo en donde todo cobra un sentido muy particular
Plotnicki era “un juntador profesional de cosas”, según lo bautizó su padre. Y, haciendo caso fiel a esa actividad espontánea que lo gratificaba, comenzó a llenar vitrinas con todo lo que había juntado a lo largo de su vida. Es aquí donde se esconde la piedra fundacional de su museo. Primero ,se dedicó a juntar estampillas, siendo muy jovencito. Para ello aprovechaba los envíos del exterior que recibían sus vecinos gracias a lo cual, acopió gran cantidad de estampillas de todos los países del mundo. Más tarde, se entusiasmó con la numismática (monedas) y luego, con todo aquello que a su particular criterio mereciera ser coleccionado.
Las vitrinas del Manoblanca son un caleidoscopio de objetos : en ellas podemos encontrar colecciones de cajitas de fósforos, aceiteras, buzones- alcancías; Y por otro lado se asoman relojes, radios, muñecos, cajitas de chicles Adams, un jabón Federal, la gomina Brancato, la Glostora, cocinas de juguete , un Topo Gigio, una canilla de metal con forma de cabeza de cisne que se usaban en los bares, una máquina de escribir Hammond, prendedores, una balanza, un bandoneón y otros muchos más objetos que hacen del la elaboración de un listado preciso, una hazaña infinita.
Un lugar para la memoria del arte del fileteado
El mayor orgullo de Plotnicki fue el espacio que supo crear para guardar la memoria del arte del fileteado. En las paredes de otra sala, se aprecian obras de los más destacados artistas del rubro y del “maestro absoluto” en la materia: León Untroib.
El artista, de nacionalidad polaca como la familia de Plotnicki, fue uno de sus amigos entrañables que en cada visita a la casa museo de su amigo , solía traerle de regalo alguna obra . Así Plotnicki formó su colección particular, que incluye retratos fileteados de las más destacadas figuras del tango porteño y de los artistas más populares de todas las épocas. Los fileteados originales del maestro Untroib se exhibieron en las paredes del museo hasta que tuvieron lugar múltiples intentos de robo, razón por la cual repartió los originales entre sus hijos y colgó en las paredes ampliaciones enmarcadas de los originales.
Plotnicki, con su afán de coleccionar cada obra de fileteado que le resultara de algún valor, le hizo espacio y justicia a este arte de carácter “autóctono” nacido en las orillas del Río de la Plata en el siglo XX. Arte porteño y popular por excelencia que fue ideado para decoración de los carros (tirados a caballos) que circulaban los perímetros de la ciudad. Un arte que pronto se extendió al transporte público en los primeros colectivos Mercedes Benz que recorrieron Buenos Aires.
Recién en el año 2015, el Gobierno de la Ciudad le otorgó a este arte una sala permanente en el Museo que lleva su mismo nombre. Pero, sin dudas, Plotnicki fue el primero que se ocupó de rescatar del olvido y guardar como legado para las generaciones futuras este arte nacional y porteño en su querido y entrañable Museo Manoblanca.