El conocido fanático de los recorridos en moto por Buenos Aires, nos invita hoy a conocer sitios urbanos que guardan la memoria de un escritor y periodista de vanguardia y de un afamado cantor de tango.
La moto se estaciona a mitad de cuadra, en la calle Gurruchaga al 1959, pleno barrio de Palermo. Allí se despliega frente a nuestros ojos un pasaje fantasma, un pequeño espacio que se abre paso y que no conduce a ningún lugar. Tampoco figura en los mapas y ni siquiera tiene aspecto de calle. Es apenas una hendidura en la manzana.
La historia de este corredor, de sólo tres metros de ancho, data de principios del siglo pasado, cuando en aquella Buenos Aires se estilaban los “pasajes de servidumbre”. Cuenta la leyenda que un ingeniero inglés de apellido Shine , que ocupaba un cargo importante en la empresa de ferrocarriles británicos, compró en 1910 el lote completo, lo subdividió y mandó a construir allí tres casas señoriales (las más altas e imponentes hasta entonces del barrio), para alquilar a familias adineradas. El proyecto incluía la apertura de un camino lateral que permitía acceder a las otras tres viviendas diseñadas para él y su familia.
Tiempo después, una de esas casitas del pasaje fue para la nieta del empresario, Elizabeth Shine, que se casó en secreto y se mudó ahí con su flamante esposo, un cuarentón con mucha pinta y más labia, periodista estrella del diario El Mundo y por entonces escritor de cierta fama, pero con pésima reputación como marido: Roberto Arlt.
De ahí que se conozca a esta callejuela con el nombre del autor de El Juguete rabioso. No hay mejor ejemplo de aguafuerte porteña que este rincón oculto de Buenos Aires -explica entusiasmado Ignacio Sáenz Valiente– un fragmento detenido en el tiempo, lleno de magia y rodeado de misterio. Hasta hace algunos años, los vecinos de la zona se cruzaban de vereda al pasar por ahí. Es que se comentaba que en la casa de adelante vivía un hombre extraño, sin familia y rodeado de perros, que hablaba solo y estaba loco…Nadie sabe quien ocupa hoy esa vivienda.
Fuera de cualquier superstición, lo único que se necesita para encontrar esta callecita fantasma es saber mirar. Ahí donde se amontonan tres casas de estilo victoriano, con techos a dos aguas, justo a la altura del 1959 de la calle Gurruchaga. A un costado, en ese hueco que parece ser un garaje sin reja, medio tapado por los árboles de la cuadra, ahí se esconde el pasaje Roberto Arlt.
Ciertamente, quien escribiera las mejores aguafuertes porteñas merecía una calle un poco más vistosa, llamativa, colorida como sus textos literarios, para ser recordado. Porque un pasaje escondido que no conduce a ninguna parte , no le hace honor a quien nos condujera por las calles más interesantes de la literatura argentina, esta es la humilde opinión de un turista que no le quita al sitio , su misterio y su magia, pero que sostiene que la literatura, sus sitios y sus protagonistas son tesoros que siempre quieren dejarse encontrar por aquellos que los buscan.
La moto se estaciona frente a la mayólica en homenaje a Julio Sosa
Fue en el cruce de la avenida Figueroa Alcorta y Mariscal Castilla, pleno Palermo Chico, un 25 de noviembre de 1964: Julio Sosa chocó su auto contra una de las balizas de concreto que existían por esos tiempos en la ciudad de Buenos Aires y se mató. Ese día nacía otro mito y 43 años después, en ese mismo lugar ,esa esquina-y por obra de un fan de “El Varón del Tango” se colocó una discreta mayólica en homenaje al cantor. Como la leyenda dice poco más que el nombre y la fecha de su nacimiento, la mayoría de los que pasan por la zona cree que el músico vivió en el barrio. En realidad la discreción del tributo es “solo para entendidos y para que no se le haga mala prensa al lugar”, tal cual dijo el autor de la iniciativa.
El fan de Julio Sosa que tuvo la –algo confusa- idea se llama Ricardo Albanese y merece ser citado porque no sólo gestionó este recuerdo sino que armó una suerte de museo del cantor en su propia casa de Barracas. Allí hay ropa, discos, magazines, revistas y diarios de época, además de distintos objetos personales, en su mayoría donados por la viuda. El dato más curioso quizás sea que en el “museo” se encuentra el volante del auto con el que Sosa tuvo el fatal accidente, manejando un DKW cupé Fissore. Una lástima que se trate de una colección privada que no se puede visitar.
Sosa acababa de salir de Radio Splendid. Había cantado el tango La gayola, cuyos versos podrían resultar premonitorios : “Pa que no me falten flores, cuando esté dentro del cajón”, dice. Salió de la radio y fue a brindar a una cantina del Abasto porque un amigo presentador de orquesta hacía su despedida de soltero. Levantó la copa, celebró con sus colegas y salió del boliche acompañado de tres personas: Raúl Secorún, hijo de su representante, un chileno llamado Contreras y la cantante Marta Quintana. Al rato, y al notar que Sosa conducía demasiado perturbado, Secorún y Contreras decidieron bajarse. Marta no. Los dos se fueron a un bar que estaba ubicado en México y Entre Ríos, a pocas cuadras de la casa de Quintana. El Varón del tango se subió a su auto. Estaba solo. Tomó la avenida Figueroa Alcorta y nunca llegó a destino. Su voz se apagó como un grito mudo en el medio de la noche. Un tango triste y solitario desgranó el aire. La noche tocó en silencio la muda melodía de un bandoneón. La luna como único testigo lo cubrió con un manto de luz y una estrella nació para iluminar con su voz , un tango de eternidad.