RECORRIENDO LA TIERRA COLORADA EN MOTO: MISIONES DESDE LA RUTA


En la exuberancia misionera hay lugar para todo: selva, tierra colorada, saltos, pueblos de colonos, aldeas guaraníes, ruinas jesuíticas, plantaciones de yerba y la mayor biodiversidad de la Argentina. Recorrimos la provincia desde Puerto Iguazú hasta El Soberbio; pasamos por Andresito, Dos de Mayo, Oberá y, de yapa, San Ignacio Miní.

 

Con o sin lógica financiera, por moda o puro olfato, hay mil formas de gastar la plata. Están los que cambian el auto. Los que compran acciones, propiedades. O ponen sus ahorros en un plazo fijo. Más de uno rompe el chanchito sólo para viajar.

En Misiones, la última tendencia es adquirir porciones de selva. Son emprendedores, ONGs o grupos de naturalistas que un día tomaron conciencia de que no existe mayor tesoro que este corredor verde ubicado entre Argentina, Brasil y Paraguay, donde la naturaleza se expresa a gritos y se cuentan bichos de a montones. Que destinan todos sus ahorros a alguna tierra de vegetación espesa, a la que tienen que entrar a machetazos, para encontrar un salto, una cueva, quizá las huellas de un yaguareté. Son conquistadores pasivos del nuevo terruño. Una vez que plantan bandera, quieren que se preserve tal cual es o que vuelva a su estado original. Se convierten en guardianes de la selva. En sus chacras, los nuevos conservacionistas apuestan al turismo sustentable. Y si, de algo hay que vivir. Construyen a lo sumo dos o tres cabañas en lugares imposibles, sobre barrancos pronunciados o entre marañas de árboles, lianas y helechos. Usan maderas de la zona, convocan a artesanos, se integran con las comunidades guaranies y hacen malabares para proveer servicios (luz, agua) sin alterar el ecosistema. Algunos emprendimientos están sobre las rutas. Pero la mayoría exige alejarse por caminos de tierra colorada, perder la señal de teléfono, despabilar los sentidos y ser una especie más dentro de una de las áreas más ricas para en flora y fauna del país. Los que vivimos en ciudades y apenas vimos la selva misionera en un documental, gracias a ellos, también podemos conocerla en vivo. Vivirla desde adentro. Caminar por senderos entre mariposas de colores, reconocer las variedades de palmeras o tener un cara a cara con una yarará sin morirse de pánico.

Pasan los años, cambian las pasarelas, agregan hoteles, llegan más extranjeros y los argentinos se siguen volcando masivamente a las Cataratas. Aunque sean novedad para el mundo, acá son “el” gran clásico. Algunos van por su tercera o cuarta visita, como la señora 
que se sienta a mi lado en el Tren de la Selva. Está en éxtasis porque pudo concretar la gran aventura náutica. Se escurre la remera y relata los pormenores de cómo la lancha la arrimó al salto San Martín: “Quedás abajo de la catarata de verdad, es impresionante”. En la Garganta del Diablo, el súmmum del parque, cuento dos arcoíris entre las nubes de vapor que se desprenden desde el cañón. Las parejitas se abarrotan contra la baranda del mirador y se sacan autofotos dándose un beso. Será que Eros se despierta con la humedad de la piel y el rugir de las toneladas de agua que rompen sobre el cauce del río Iguazú. A otros se les despierta el vértigo. Adrenalina. Fascinación. Aturdimiento. Sorpresa. Imposible ser apático ante estas aguas. En la última Semana Santa tuvieron que cerrar el PN Iguazú porque el número de visitantes (más de once mil) colapsó su capacidad. Tampoco es cuestión de que haya ahí adentro más personas que vencejos, las aves de plumaje negruzco que anidan en los paredones rocosos y atraviesan invictas las cortinas de agua. Todo tiene un equilibrio en la naturaleza. Hoteles, cada vez hay más. En el área de las 600 hectáreas de la selva Iryapú, tan cerca y casi aparte de la ciudad, se sumó el año pasado el Village Cataratas a los cinco complejos que ya existían. En plena expansión, el hotel cuenta con 36 habitaciones, restaurante y pileta, mientras planea abrir un spa y triplicar la cantidad de habitaciones. En Puerto Iguazú siempre hay algo nuevo, como el restaurante La Dama Juana. Cocina de autor, pero nada sofisticada proponen sus dueños, con experiencia en hotelería de lujo. También apareció el Icebar Iguazú, un bar al que se entra con campera y guantes térmicos y donde todo es de hielo: paredes, barra, vasos, mesas y sillas. 

 

 

 

 

 

 

 

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